«Cortázar era un escritor realista y fantástico al mismo tiempo». Esto nos lo advertía Vargas Llosa. Según él, en «el mundo cortazariano (…) lo real y lo fantástico se solapan sin integrarse» (Vargas Llosa: 1997). Es esa una de las grandes virtudes de la cuentística de Julio Cortázar, el argentino que se hizo querer de todos, a como lo llama Gabriel García Márquez.
Cortázar no se apresuró y se consagró decididamente al estudio de un arte que daría sus mejores notas muchos años después. Ya lo señalaba Hegel (2003, 28-29), «… para producir el genio algo maduro, sustancial y perfecto, debe haberse formado antes en la experiencia de la vida y en la reflexión». En efecto, Julio Cortázar nació en 1914 y no fue sino hasta 1951 (edad: 37 años) que publicó su primer libro de cuentos, Bestiario, luego de haber sido maestro en su natal Argentina y traductor en París, donde fijó su residencia desde ese mismo año, 1951.
En 1956 pasó a manos de sus lectores su segundo libro, Final del juego, en el que en efecto juega con éstos y se demuestra la observación de Vargas Llosa. Hay en esos cuentos una ilusión de realidad, invadida por lo fantástico, que nos sorprende, desconcierta y hasta —por tanto— nos aterra; pues, a como explica Pichon-Rivière, apoyado en los trabajos de Freud, «… lo siniestro se da cada vez que se desvanecen los límites entre lo fantástico y lo real, cuando lo que habíamos tenido por fantástico aparece ante nuestros ojos como realidad, cuando un símbolo adquiere el lugar e importancia de lo que había simbolizado» (Pichon-Rivière: 1987, 44; los subrayados son del autor). Y este fenómeno se verifica en gran parte de los cuentos del volumen mencionado, es precisamente esa peculiaridad lo que nos hace volver una vez y otra sobre ellos, sin aparente agotamiento.
Tomemos el más corto como ejemplo: Continuidad de los parques. Un texto, primero de la sección primera —entre tres— del libro, de una maestría técnica genial. Sin excesivo esfuerzo intelectual sabemos qué pasa, entendemos (aunque debamos involucrar aquello que llamamos intuición) bien qué es lo narrado por Cortázar. Un hacendado, hombre ocupado de negocios rurales, lee absorto una novela, hasta que ésta o él aparentan fusionar sus realidades y compartirlas. No es (pero tampoco debemos por ello relegarla) la «historia» lo que nos interesa más en este texto: el propio autor no duda en llamarla «sórdida». Experimentamos, en su lectura, un efecto de desconcierto1, cierta embriaguez que nos hace dudar de lo que hemos leído, de lo leído por el protagonista.
Puesto que ya Freud ha explicado los mecanismos que la literatura utiliza para lograr ese efecto (a saber: la mistificación y el suspenso) (Pichon-Rivière: 1987, 52-53) desde la Psicología, nos interesa desentrañar, en Continuidad de los parques, cómo Cortázar, maestro del género, heredero de autores tan señeros como Poe y Borges, lo consigue, pero esta vez enfocados específicamente en las técnicas literarias de que dispuso. Solamente ver con cuántas palabras (541) puede hacerse tan perfecto artificio, nos motiva a indagar lo señalado —esto, además, prueba lo dicho por los contemporáneos de Julio Cortázar, respecto a que éste pesaba y medía bien cada palabra utilizada.
Cortázar maneja magistralmente los elementos del género, a fin de lograr su objetivo. Identificamos los más sobresalientes: punto de vista del narrador (focalización), motivos, estructuración y enunciación de lo narrado.
Nos encontramos ante un texto en el que cada componente aporta una cifra significativa al gran total. Inocentemente, en una primera visita, el lector se deja «interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes». Cortázar nos ha ubicado a distancia corta del personaje y esto le permite lograr el desconcierto nuestro cuando, manipulando los puntos de vista (suyo y del lector), se introduce en la novela leída por el hacendado, recordándonos la técnica cinematográfica del acercamiento de cámara y desvanecimiento de escena.
Hay más: la estructuración del relato nos parece determinante. Fijémonos en el título, Continuidad de los parques. Imaginamos primeramente que alude al parque de los robles. Mas luego advertimos el simbolismo. Los parques son las dos realidades (o más) que según el autor existen y que, además, aceptan una opción de continuidad, no paralelismo, es decir, pueden encontrarse en puntos específicos del espacio-tiempo2. Apartando las causas culturales y posibles influencias de la cosmovisión oriental o teorías de la Física Cuántica que alientan la certeza de esos mundos paralelos3, observamos cómo esa visión de Julio Cortázar influye en la estructura del relato. Advirtamos, para iniciar, que hay dos párrafos; uno, el inicial, en el que ese otro parque, el de la novela, aún respeta al de la realidad que hemos —cómplices— aceptado como objetiva, la del hacendado que, fatigado, hastiado, se escapa de esa «irritante posibilidad de intrusiones». En el otro párrafo, luego, ambos parques se han invadido mutuamente, están confundidos, demostrando la continuidad propuesta por Cortázar.
Hay un momento clave en el relato, que se viene configurando desde el inicio.
La exposición inicial de los motivos es algo muy bien aprovechado por este gran narrador. Sin darnos cuenta somos nosotros quienes nos desgajamos línea a línea de lo que nos rodea. En este cuento hasta el tiempo es utilizado como motivo:
Al inicio, en el tercer enunciado, Cortázar nos avisa en qué período del día nos encontramos:
Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles.
Aprovecha también para, artificiosamente, introducir al menos dos motivos más (el mayordomo y el estudio) que jugarán su papel definitorio más adelante. Pero, a como hemos dicho, no son ellas solamente, sino incluso el tiempo, las herramientas de Cortázar. Más adelante nos recordará el momento del día, cuando aún estamos en el primer parque y el efecto está fraguándose:
Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles.
Aquí, además de introducir otro motivo (los ventanales) y repetir el del sillón de terciopelo verde, de alto respaldo, aprovecha para hacer el planteamiento (ahora sí directamente) de esa continuidad de los parques que él siente cierta.
A partir de este punto son la estructuración y enunciación de lo narrado lo que más le valdrán a Cortázar en la consecución del efecto (llámese desconcierto, llámese lo siniestro) que mencionábamos más arriba4. Observemos cómo lentamente, «palabra a palabra», la focalización se dirige a lo narrado en la novela, en esa otra realidad, pero sin abandonar aún ésta, la que aceptamos a priori como nuestra. Cortázar enuncia esa otra acción, la de los amantes, los «héroes» de «la cabaña del monte», en un tiempo verbal que nos parece objetivo, un pretérito imperfecto que evoca todavía la existencia nuestra en el estudio, al lado del hacendado (o siendo él, o más). Aún leemos la novela:
Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. (…) Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre.
Vemos cómo en esta última frase Cortázar sigue jugando con nuestra percepción. Seguimos en las páginas de la novela y, de pronto, lo logra, ya hemos caído en la trampa. Una frase, de aparente inocencia, más un salto de párrafo nos arrojan al vértigo del relato; ya no hay nada que hacer:
Empezaba a anochecer.
¡Qué maestría! Todo desemboca en esa frase (tres palabras). En ella se mezclan los dos parques. ¿Dónde empezaba a anochecer? ¿En «nuestra realidad», la del hacendado, en el estudio en donde aún nos encontramos —según nosotros— a salvo; o en la de la novela, esa «realidad ajena», que reconocimos como simple ficción (dentro de la primera)? No lo sabemos, suponemos (inconscientemente) ambas cosas. La estocada está dada, magistralmente. Y, para rematar, Cortázar nos lanza al vacío de esa continuidad de los parques. Una vez que aceptamos mover la vista hacia el segundo párrafo, somos prisioneros al fin de ese efecto.
La enunciación cambia, de aquel objetivo y distanciador pretérito imperfecto, a este otro pretérito indefinido, en el que inevitablemente nos vemos involucrados como espectadores (o más) y aceptamos las acciones evocadas como sucedidas realmente, no sabemos cuándo, pero concluidas, absolutamente objetivas:
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña.
Y la estructuración, valiéndose de los motivos que ya habían sido expuestos, contrapone esta nueva realidad a la otra, y no tenemos opción más que de aceptar ese solapamiento, sin integración, que Cortázar ha conseguido:
El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. (…) Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
A la vez, el cambio desconcertante de punto de vista, que nos acerca más al amante, alejándonos por tanto del hacendado, completan el efecto. Nosotros, simples lectores, hemos ya aceptado el doble rol de protagonistas tanto del cuento como de la novela del cuento. Hemos sido el hacendado, hemos leído la novela, pero también somos ahora el amante, y escuchamos «las palabras de la mujer», viendo (pues Cortázar deja aquí de narrar y se limita a exponer) las características de la casa que hemos allanado, la cual (¡terror!) es idéntica (es la misma) que la del hacendado que acabamos de dejar del otro lado. Y así el relato ha logrado su intención; nos ha confundido en, no dos realidades, como pareciera, sino en tres, cuatro y hasta más: la nuestra (fuera del papel), la de espectadores del hacendado (dentro del relato), la del hacendado mismo (leyendo la novela, pero fuera de ella), la de espectadores de los amantes (ya más allá del hacendado, dentro de la novela), la del amante (siendo él, en la novela, pero también en el cuento) y, ahora, la de intérpretes del relato todo (mezclados en cada una de las anteriores).
Notas
1 El cual, ya lo dijimos, relacionamos con lo siniestro. Freud, según Pichon-Rivière, lo explica así: «El poeta nos engaña por medio de ese truco, de esa mistificación, al prometernos una realidad vulgar y escapar luego de ella arrastrándonos con él. Al advertirlo ya hemos caído en la trampa, el efecto ha sido logrado». (Pichon-Rivière: 1987, 52; el subrayado es del autor).
2 Que, por otro lado, no necesitan ser trascendentales. Una situación tan irrelevante como cotidiana (leer una novela) puede suscitarlos.
3 Recordemos que Cortázar se encuentra, cuando publicó ese libro, en una época de grandes avances científicos: carrera espacial, energía atómica, armas de destrucción masiva… Pero también de desarraigo y desolación, desilusión de la cultura occidental, que parece autodestruirse luego de las dos grandes guerras; lo que explica la búsqueda de consuelo en filosofías orientales (sin considerar la propia personalidad del autor).
4 Cabe citar aún a Freud, a través de Pichon-Rivière: «El factor de la repetición de lo semejante provoca bajo ciertas circunstancias la sensación de lo siniestro, recordando la zozobra que acompaña a muchos sueños. (…) El factor de la repetición involuntaria es sólo lo que nos hace aparecer siniestro lo que en otras circunstancias sería inocente (…)». (Pichon-Rivière: 1987, 47; el subrayado es del autor). Esto para demostrar la importancia que adquieren los motivos, repitiéndose en el segundo párrafo, no dejándole al lector otra alternativa que asociar una realidad con la otra, gracias a ese factor psicológico.
Bibliografía
Hegel, Georg W. Friedrich (2003). Lecciones sobre la estética, trad. de Giner de los Ríos, Hermenegildo, Mestas, Madrid, 288 p. [1.ª ed. en alemán: 1834].
Pichon-Rivière, Enrique (1987). «Lo siniestro en la vida y en la obra del Conde de Lautréamont», en Ídem. El proceso creador. Del Psicoanálisis a la Psicología social (III), Nueva Visión, Buenos Aires.