
Apague el ordenador, el teléfono, el i-Pod y todo otro
instrumento que tiente a averiguar, comunicarse, a pegarse a
una máquina, divagar, subir a la nube de forma instrumental,
y salga a la calle, diga “buenos días” a Don Pedro, bese en
la mejilla suave a su amiga Rosa, hable con su vecino cara a
cara sobre la casa y la pintura que le está aplicando, camino
al trabajo, para atender a clientes. A su regreso, dé un beso,
abrazo, mimos orgánicos a su compañera de vida, juegue
con los hijos prestándole atención con interés auténtico o
fingido a sus imaginaciones y cuentos de escuela, cocine el
sabor de una comida, comparta la cena, ponga a sus niños a
soñar con una lectura fantástica, luego felizmente exhausto
festeje el amor entre las sábanas, y, entre otros dulces
infinitivos, entréguese a dormir, descansar, para recibir
después al amanecer con los quehaceres de un nuevo día,
sol, sombra y demás sorpresas naturales, que acaso permitan
acomodar algunos minutos contados para entrar y salir
rápidamente del Internet sin que se quede uno enganchado
en la red o se caiga el mundo.