

A Rolando Andino y Lily Jiménez
Vuelvo cada vez menos a mi juventud lejana y terrestre,
hasta mi infancia,
me dispongo a contemplar ese ruidoso aguacero del entorno,
el barro más humano del ser; la infancia,
lo impúdico y el escarnio transcurridos.
Vivo mi implacable nombre,
me nombro,
me confundo con un viejo sueño
que fluye desde mi ayer sereno y memorable.
Me nombran las paredes ásperas
y el ancho patio donde a media noche
los grillos cantan solos todavía.
Vengo de un lugar lejano,
de una galaxia estrepitosa
y de la mezcla de los embriones más volubles.
Vengo de un lugar violento,
de una ventana herida
y de todos los estratos posibles.
Soy las sombras de mi antiguo patio,
el infante turbio que abraza al mundo
y las aves que extinguieron su rigor hace muchos soles.
Soy lo que cedió el día,
la fuerza súbita arrastrándome multitud adentro.
Soy el que cuestiona el amor
o su raíz primordial y me descubro lejos
en las habitaciones de mi infancia ya perdida.
Necesito saber quién soy,
qué dicen las palabras cuando sangran,
cuando reinvento esa metálica ausencia.
Necesito saber qué esconde la voz
en mis siglos de cadena natural
y volver con mi silencio a esa inolvidable casa de luciérnagas
y lamentos donde solo existen ya reflejos de lo inhabitado.