
a Carolina.
Ella es la muerte que regresa
de hacer compras en el mercado negro.
Tengo restricción judicial por acoso:
no acercarse si hay intención poética.
(La transeúnte)
Carlos M-Castro
I
Me mató un martes 15 junio, día de pago; los bancos estaban hasta donde no es, las calles llenísimas y hacía una presión de la gran puta en esta Managua estrambótica.
Ella se mató al día siguiente, no-sé-a-qué-hora.
Cuando recibía sus cartas me entraba una especie de angustia medio hipócrita y medio enfermiza, no niego que me fascinaba sentirme solicitado, y que jugar con los idealismos de un amor no-correspondido me ponía la verga de punta; aun así —creo yo— no era normal que una tipa le dedicara tanto esfuerzo a un polvazo, qué sé yo, jamás me lo pregunté, y evidentemente ya es un poco tarde para hacerlo.
II
2 de junio, 1998.
Managua, Nicaragua.
Ricardo,
No creás que perdí continuidad con las cartas, lo que sucede es que al no recibir respuesta me da la impresión que no querés que te siga escribiendo y llenando el buzón con mis mensajes. Habrás notado que en esta ocasión escribí encima de mis dibujos, que algún día se van a desintegrar, junto con estas letras, y la tiza se va a esparcir y ya me habrás de olvidar y pasaré a ser amnesia. —Y otro sol será tu sol, y otra luna será mi luna—
¿Te había dicho que mi memoria es muy extraña, Ricardo?
Suelo olvidar casi todo lo que es importante, pero siempre recuerdo detalles, como aquel día de pequeños, Ricardo, cuando —estoy segura— nos vimos pero no nos reconocimos. Me divierte, cómo sería eso posible si no me conocías todavía (sonrisa impertinente), recuerdo que usaba mi camiseta que tenía una flor hawaiana, mas luego volvimos a vernos y mirame ahora, como toda una cuarentona en neurosis, fumando cigarros lights y escribiéndote en el calor rojo de esta madrugada. Te encontré entre la multitud o quizá fuiste vos quien me encontró. Te había visto antes, por supuesto que sí, en otro tiempo, en otras formas, como ha de cambiar tu cara con los años, pero tu mirada seguía igual: la misma mirada triste que esperaba mi llegada. Fue un reencuentro vertiginosamente reservado. Nos hicimos cómplices jugando con el destino, con tu desasosiego y… “la nostalgia, la ansiedad”. No imaginé lo que pasaría, lo involucrada que estaría en este amorfo ajedrez.
Francamente, Ricardo, me gusta sentirme así; anoche me masturbé pensando en tu mirada, fui perdiendo la cordura —a veces se pierde, de vez en cuando no más, qué sé yo, Ricardo—, y me metí uno, dos, tres, hasta cuatro dedos. Empapada en el néctar de que has de beber algún día, Ricardo, me atreví a meterme la mano entera; cómo me dolió, Ricardo, pero no me importó, te juro que no me importó. No niego que me asusté cuando comencé a sentir que sangraba, pero tu mirada lo valía, tu triste mirada mansa en la espera lo valía. Así que seguí, seguí masturbándome, -fue una madrugada muy peligrosa-; después me bañé y no podía dejar de pensar en vos. Bueno Ricardo, eso es todo por ahora, pronto te escribiré de nuevo, ya no me importa que no me contestés, tu mirada triste me sigue esperando, y vos lo sabés.
Todos mis besos para vos.
C.M.R.B
9 de junio, 1998.
Managua, Nicaragua.
El pintor español
-Yo pintaré un hombre con una linterna.
-Hazlo. Pero ¿qué le pondrás
alrededor para que se vea?
-Pues, noche –dijo, ya iracundo.
Carlos Martínez Rivas.
Ricardo,
Acerca del Monstruo y su Dibujante.
He puesto resistencia a este incontenible sentir de amapolas negras, precisamente para no involucrarme más, para no encapricharme con vos. Tu insistencia impertinente en el desinterés que tenés por nuestra relación solamente aviva esta pasión, y confirma mi demencia. No me contestás porque te da miedo esclarecer tus sentimientos, y yo sé que del otro lado —del lado de allá—, cuando mis letras permutan y el papel se amarillenta, tus ojos tristes se entrecruzan con las tetas muertas que he dibujado al fondo de esta carta. Tu silencio me dice todo, yo sé que te estás muriendo por cogerme, por sentirme, por venirte adentro mío y por ser uno solo, una sola criatura que no termina de gritar de antojo por un buen polvo.
Un día voy a pintarme de tu escucha, toda de negro, del negro que se vierte cuando mis letras se mojan.
Mis besos son poco para esta sequía perpleja.
C.M.R.B.
12 de octubre, 1997.
Granada, Nicaragua.
Ricardo,
Leyendo a Martínez Rivas me he ido convirtiendo poco a poco en el sin-sentido que te persigue, y te mutila en los versos que no enseno a diario. Esta tarde, particularmente Ricardo, he encontrado un poema que provocó que me desnudara lentamente a la fragilidad del polvo enmudecido en el viento que probablemente cedió a tus ojos. Recién me entero que comparto las mismas iníciales —C.M.R— con el insurrecto, aunque yo estoy demasiado loca para ser una poetisa maldita. En fin, te lo regalo, seguramente ya conocés el poema, pero estoy segura que nunca lo has leído encima de una foto de mi vagina.
El amor humano estorbando al amor divino.
Si amamos (no quiero escribir Amor
sino capricho, simple locura, espíritu
de demencia) todo es compañía:
pudiendo prescindir de todo, nada
nos recuerda la soledad.
(Porque Su crimen es querer mandar
en la nada tan bien desmelenada
de los dioses, donde no hay plenitud
tramposa sino despilfarro.)
Carlos Martínez Rivas.
PD: Recién me palpitaba la vulva cuando tomé la foto.
C.M.R.B.
4 de febrero, 1998.
Managua, Nicaragua.
Ricardo,
Hoy he amanecido apática, te detesto, tu simple existencia me molesta. No sé, ya no sé y todo está en contradicho. Te dejo el pésimo poema que escribí pensando en nosotros, ya sé que he sido extraña últimamente, pero pronto vas a entender, Ricardo, te juro que pronto vas a entender. Esta carta es distinta, todo es distinto ahora, creeme, creeme que sí.
No tiene título
Témeme amor mío, témeme porque yo me temo.
No logro concentrarme en lo que no evoca
A tu efímera existencia.
Incluso si abusas de mi hospitalidad
Sería descortés sacarte de mi mente
Como buena anfitriona
Te dejo libremente
Volverme una demente
C.M.R.B.
III
Fuiste haciendo lugar a tu imagen entre las mentiras del bochorno exasperante de una tarde cualquiera. Nadie sabía por qué te llamaban Lucía, ni a nadie le importaba. Yo simplemente te escuché decir que no me sentaba mal algo de muerte, con estos mis ojos tristes y eso fue todo.
Ahí estabas vos, finiquitando el mejor de tus poemas.
En el martirio del disparo los perros comenzaron a ladrar, sin embargo lo enajenado de tu risa —que se fundía a carcajadas— calcinaba cualquier ruido. Te morías de risa, te tiraste al suelo y te sobabas la barriga mientras te revolcabas en la posita de sangre que se vertía desde mi cabeza.
Felicidades, Ricardo, felicidades, gritabas riéndote. Felicidades.
Te fuiste desnudando —por supuesto seguías riéndote— y te abrasaste en lo elástico de mi cuerpo inerte; revolcados en mi sangre, fuiste desvistiéndome y te cogiste a este cuerpo sin vida. Tu vista no se despegaba de mi mirada que en realidad ahora sí parecía estar triste, es decir, estaba muerto, no sé qué más esperar. Y no sabías por qué, pero te empecinaste en orgasmarte en un polvo rompecielos. Querías venirte con todo y mirar blanco y luminoso, —qué sé yo de tus aberraciones por ese mar de leche que buscabas—.
Al terminar el acto me arrastraste con muchísimo esfuerzo —seguías desnuda y seguías riéndote— a la ducha, nos limpiaste con agua fría, y medio te pusiste a jugar con el agujero de mi cabeza sólo por curiosidad. Estabas en off, y cuando finalmente escuchaste la desesperación de los perros, y el venir de los vecinos, quienes con temor acudieron al escuchar la detonación, finalmente te diste cuenta.
Te diste cuenta que estabas sola, con frío y con un cuerpo inerte entre la desnudez de tus piernas. Con paciencia apagaste la ducha, me dejaste ahí tirado —en la intemperie— y te fuiste a esconder en la oscuridad de mi cuarto. Temblabas y querías llorar; la risa no te lo permitió, por supuesto que no, sí, esa maldita risa. Hasta que un día después, un elixir de gloria finalmente fue tomando lugar en tu cuerpo, y de un balazo imprudente te arrebataste la risa.