Te digo que no me toques, cerdo.
Hueles a sudor y la boca te apesta a whisky.
No me hagas volver a una infancia repugnante
De besos entre oscuros pasillos y manos afiladas
Que me cortaban la carne como un cuchillo.
Las babas de lujuria me vestían con mi traje infantil
De pequeña “femme fatale” sin medias de rejilla.

Recuerdo el intenso olor a hombre sudado,
Escondido en mi habitación,
Como un topo en la noche de los sueños rotos.
Yo era una muñeca inane que no respondía
Con los ojos clavados en el limbo de los idiotas.
Mientras aquel hombre, cabrón despiado,
Me iba desnudando la piel y la inocencia.

Ya no quiero que me toques ni un segundo más.
No quiero sentir tu deseo hincharse como un globo de helio
Para luego pincharse en mi carne cual puño de acero.
Siento aún los dedos recorrer mi mapa,
Mi geografía floreciente, de piel blanca y venas azules.
La náusea del tacto de la mano reptil.
El grito ahogado de la mancha entre las piernas.

Ya no quiero jugar a ser la enfermera.
Sólo quiero que me quites las manos encima.
Ya nadie puede obligarme a ser “su princesa”,
Su pequeña amada de pecho de plata,
Su niña querida de ojos tristes y manos blancas.
Por eso te digo que no me toques, cerdo.
Que para un padre ya tuve ciento.